“Aquí está el gong que hace sonar Calaf; allí el trono del emperador; de aquí sale Turandot…”. Este día sin función, la directora de orquesta Alondra de la Parra, de 43 años, se mueve por el escenario del Liceo como pez en el agua y muestra las cámaras en las que músicos, cantantes y coro siguen sus instrucciones. La mexicana dirige a la orquesta del Liceo en 11 de las 15 funciones de la ópera de Puccini con la puesta en escena gigantesca que ideó Núria Espert hace 25 años, revisitada ahora por su nieta, la escenógrafa Bárbara Lluch. De la Parra, afincada en Berlín y directora invitada en la Orquesta Sinfónica de Milán, se acomoda en las escaleras del templete del tercer acto y reflexiona sobre su profesión.
Pregunta. El público acogió el estreno con siete minutos de aplausos ¿Cómo vivió su debut?
Respuesta. Me conmovió. Esta función es para mí un antes y un después. Llevo 20 años de carrera en el ámbito sinfónico, pero siempre he soñado con hacer ópera. Vengo de una familia de cuentacuentos: mi abuela y mi padre son escritores y mi hermano y mi tía actores, y la ópera es contar historias a través de la música.
P. ¿Por qué hay tan pocas mujeres directoras de orquesta? ¿Cuándo pensó en serlo?
R. Lamentablemente no tengo la respuesta. No lo sé. Yo desde chica quise estudiar música. A los 13 años, temblaba cuando oía a Shostakóvich y Stravinski. Fue mi padre el que me dijo: “Deberías ser directora. Tienes oído, sensibilidad y te gusta organizar”. No había referentes en México y lo vi lejano, pero sentí la confianza de dentro de mí de que podía hacerlo.
P. Usted rompe con el estereotipo de director. ¿Es diferente su forma de dirigir?
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R. Al director lo vemos como una figura de autoridad, rígida, ensimismada. Para mí es distinto: es una profesión de servitud a los músicos, a los cantantes. Soy la única en la orquesta sin instrumento y estoy para ayudar. Se trata del cronos, que es la concepción lineal, como una flecha, hacia el éxito frente al kairós, con el que me identifico, más lateral y de equipo. Le he dado muchas vueltas: yo me siento un artista con una batuta en la mano.
P. ¿Le incomoda que la identifiquen como directora?
R. No, pero se queda corto porque quiere decir que sin batuta no soy nada. Con la pandemia, un pianista o un chelista podía seguir tocando, pero los directores pasamos del 10 al cero. Mi agenda quedó vacía. Y pensé: “¿Qué soy sin orquesta? ¿Nada?”. ¡No! Soy una artista y si me la quitan, agarro un pincel, y si no, bailo. Lo haga mejor o peor. Ser directora es mi profesión, no quién soy. Así que, por ejemplo, durante la pandemia uní fuerzas con la actriz Gabriela Muñoz para crear el espectáculo The Silence of sound, el viaje de un mimo a través de la música.
P. ¿Ve un cambio de paradigma en la dirección?
R. Estamos en una transición. Quedan muchos clichés. Muchos de mi generación piensan así, pero otros que se comportan como hace 100 años. La industria se resiste al cambio. Jamás osaría cambiar a Puccini o a Mozart. De lo que se trata es de cómo nos relacionamos. El otro día en un entreacto pregunté a unos músicos qué podíamos mejorar. No lo entendían: nunca les habían pedido algo así. Me dijeron que íbamos un poco lentos. Y lo cambié.
P. ¿Ha sido más difícil su carrera por ser mujer? ¿Se ha topado con problemas por ello?
R. En cortísimas palabras, sin lugar a dudas. Todos los días. Durante mucho tiempo me decía que no, pero es que sí. Ahora veo que a muchos no les parece bien.
P. ¿Su objetivo es crear una orquesta social como impulsó José Antonio Abreu en Venezuela?
R. Soñé con hacerlo en México desde que con 23 años conocí lo que hacía. Y este es el tercer año de la fundación Armonía Social, que fundé hace tres años y que cuenta con 140 niños. Un niño en una orquesta aprende los valores que necesita en la vida: a trabajar en equipo, a abstraer matemáticamente, ser constante, respetar, guardar silencio y entender que el éxito colectivo es más satisfactorio que el individual. Es el antídoto de la mayoría de las enfermedades sociales.
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