Querido Demonio:
Hoy hemos sabido que durante estos últimos meses un periodista ha dedicado su capacidad relatora y su empeño en construir un relato sobre un caso de abusos sexuales infantiles en manos de un religioso en cuya veracidad este periódico ha confiado y cuyo contenido ha dado por bueno. En su testimonio detalla el autor su infancia en el barrio madrileño de Aluche, habla de una madre ultracatólica y del escolapio que abusó sexualmente de él y cuyo recuerdo le persigue mucho y mal. Es un relato pormenorizado de la época, de las circunstancias familiares de ese niño imaginario, de cómo consiguió despistar finalmente a aquel monstruo, que no ha podido ser identificado porque nunca fue verdad, sino la obra de una voz oscura de quien miente con ganas y seguramente acompañado de la risa cómplice de colegas de congregación al fondo.
Encantado con la jugada, y una vez comprado su relato y su mentira, el funcionario periodista en cuestión —está en plantilla en el departamento de prensa de un conocido Ayuntamiento de Madrid—, ha confesado que si se ha inventado esa infancia de niño abusado y torturado, ha sido únicamente para probar que la labor de investigación del equipo de EL PAÍS y de la comisión del Defensor del Pueblo son hilos fallidos que cualquiera puede manejar a su antojo. Cierto. La maldad siempre va un paso por delante de la bondad, pero eso no significa que consiga lo que busca, porque la vida es un maratón y usted, querido Demonio, juega siempre al corto plazo porque peca de impaciente.
Ah, la impaciencia le pierde. Les pierde.
Uno de los grandes temores que llevan a los que fuimos niños y niñas abusados en el ámbito de la iglesia (y en cualquier otro) es tener que enfrentarnos a la duda de quien nos escucha. “¿Por qué ahora? ¿Qué buscas? ¿Qué pretendes? ¿Cuánto es recuerdo y cuánto invención?”. Sabemos que esas preguntas nos apuntan como silenciosas bayonetas cuyo frío acuchilla sin tocarnos. Algunos decidimos hablar, a pesar del frío y del viento en contra. No es fácil. La mayoría no lo consigue. No lo hacen porque recuerdan cómo aquel hombre que debía protegerlos, aquel representante indiscutible de esa compasión y de esa empatía entre nosotros, sus niños, que recibía directamente de la mano de Dios, les decía: “Esto no debes contarlo. Es nuestro secreto. Es amor. El Señor lo quiere así”.
Como tantas otras decenas de miles de niños y niñas en nuestro país, yo crecí envuelto en silencio, convencido de que el asco y la culpa eran parte de lo que merecía y de que las relaciones humanas se estructuraban sobre eso, que lo humano era sucio porque yo también lo era. Sin embargo, pasaron los años y un día hablé, y grité tanto que en el momento en que el país entero me escuchó no mentir entendió que cuando la verdad se cuenta suena horrible, pero suena bien, y que no hay música más hermosa que la verdad.
Querido Demonio, hoy quiero darle las gracias. Le escribo esta carta para agradecerle habernos regalado el feo relato de su funcionario periodista y de quienes le hayan ayudado a inventar, ordenar, calcular, defender y publicar el relato de su falso abuso, porque lo que ha conseguido con él —ah, de nuevo la impaciencia del cortoplacismo— ha sido exactamente lo contrario de lo que pretendía. El abuso sexual en la infancia es, obviamente, una forma de maltrato entre seres humanos, como lo son la violencia vicaria, los delitos contra el colectivo LGTBI, contra las mujeres y contra cualquier colectivo vulnerable que lo sufre. En el caso que aquí nos ocupa —el de los niños abusados, maltratados y violados por miembros de la Iglesia católica en España—, necesitábamos una denuncia expresamente falsa como la de su enviado para tranquilizarnos, porque con ella, el 0,000001% de denuncias falsas que podían aparecer lo han hecho ya. Podemos respirar tranquilos.
La maldad de su escribidor, querido Demonio, nos hace bien. Sabíamos que si en algún momento llegaba una denuncia falsa sería así, pergeñada desde el mismo entorno de una orden religiosa, sumando suciedad a la oscuridad de la que su escribidor y quienes lo alientan intentan desligarse, haciendo el mismo daño que el que han provocado cada uno de los miembros de la Iglesia que maltrató en su día a esos niños y niñas que querían creer que la bondad lo era y que recibieron maldad a cambio.
Así, sin quererlo, nos ha hecho usted un gran regalo. Su funcionario periodista nos ha enseñado que podemos ahora hablar más alto porque la bola negra ya salió. En la gran bolsa de víctimas cuyo dolor, fe y cicatrices habrá que reparar —ahora sí, por fin— solo quedamos bolas blancas y solo queda verdad.
Recuérdelo para una próxima vez, querido Demonio. Las víctimas nos hemos convertido en supervivientes. Y somos verdad.
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