Lo dijo Lupita Nyong’o, oscarizada por interpretar a una esclava, heroína de Marvel y primera presidenta negra del jurado oficial en la Berlinale, en el arranque del certamen. “En las 48 horas que llevo aquí, no he dejado de oír que la Berlinale es muy política. Tengo curiosidad por saber qué significa eso”, afirmó. No tardó en averiguarlo: desde su inicio, el festival de cine ha tenido que enfrentarse a distintas tormentas derivadas del conflicto en Oriente Próximo. Ya en la alfombra roja de la gala de inauguración, varios invitados lucieron mensajes de apoyo a Palestina y por el alto el fuego. Entre ellos, la directora Eliza Hittman, premiada por la Berlinale en 2020 con Nunca, casi nunca, a veces, siempre. Dentro de la sala, algunos discursos hicieron alusión al “elefante en la habitación”: la criticada equidistancia del festival respecto al conflicto entre Israel y Palestina.
Lejos de llamar al alto el fuego, como le exigen sus detractores, el festival ha preferido el juego de equilibrios, un síntoma de lo delicado que resulta criticar a Israel en el país que organizó el Holocausto. Antes del comienzo de esta edición, sus directores, Carlo Chatrian y Mariette Rissenbeek, se solidarizaron con “todas las víctimas de la crisis humanitaria en Oriente Medio y en otros lugares” y manifestaron su rechazo “al antisemitismo y al resentimiento antiIslam”. Esa retórica no gustó a los propios trabajadores de la Berlinale, que firmaron una carta abierta instando a sus responsables a adoptar una postura “coherente con las respuestas a los acontecimientos de los últimos años”, como la guerra entre Rusia y Ucrania.
Dos directores de la sección paralela Forum Expanded retiraron sus películas en señal de apoyo al colectivo Strike Germany, que defiende el boicot de las actividades dependientes de los fondos del Estado alemán, como es el caso de este festival. El grupo insta a los agentes del sector cultural a no participar en ellas hasta que Berlín ponga fin a “políticas propias del macartismo que suprimen la libertad de expresión” y “las expresiones de solidaridad con Palestina”.
Pese a todo, varias películas de esta edición tratan del conflicto y de sus consecuencias geopolíticas. La más destacada en No Other Land, proyectada este sábado en la sección paralela Panorama, un documental de un colectivo de cuatro directores israelíes y palestinos, que observan la destrucción gradual, a lo largo de las décadas, de Masafer Yatta, en Cisjordania, por parte del ejército israelí y a golpe de bulldozer. “Se habla mucho de reconciliación y de convivencia, pero no es una idea que defendamos. Preferimos hablar de resistencia conjunta”, decían ayer dos de sus responsables, el periodista israelí Yuval Abraham y el activista palestino Basel Adra, que creció y sigue viviendo en Masafer Yatta. “No se trata de hablar para hacernos amigos. Nuestra alianza se basa, sobre todo, en una oposición política a la ocupación. Si queremos un futuro en que Israel y Palestina puedan tener una conexión, tenemos que ser iguales”. La tibieza de la Berlinale les parece “una lástima”, pero no quisieron boicotear al festival: “Aquí llegamos a un público masivo, que era el objetivo último de este proyecto”.
No son los únicos títulos que recuerdan la frágil situación de la región y el origen del conflicto religioso. Diaries from Lebanon, de Myriam El Hajj, retrata a tres generaciones que luchan contra la corrupción en su país, mientras que Holy Week, de Andrei Cohn, desentierra las raíces del antisemitismo en el continente europeo a través de una historia ambientada en la Rumania de 1900. Y, algo más allá, pero también en Medio Oriente, My Favorite Cake, de los iraníes Maryam Moghaddam y Behtash Sanaeeha, que denuncia el retroceso de libertades en Irán y muestra a una anciana bailando y bebiendo alcohol. El régimen del país ha prohibido a sus directores viajar a la Berlinale, que les reservó dos sillas vacías en señal de protesta durante la presentación de la película, una sombría comedia romántica ambientada en la tercera edad que huele a premio. Sus directores no quedaron sorprendidos por el veto. “La película contiene todo lo que está prohibido para las mujeres y lo que no se puede mostrar en el cine”, aseguraron a Variety.
Debate itinerante
Para evitar las críticas de inmovilismo, el festival ha adoptado dos iniciativas: organizó un debate tras el estreno de No Other Land y también ha albergado el proyecto Tiny House, una iniciativa itinerante para debatir sobre el conflicto en las escuelas alemanas y también en el espacio público. Se trata de una casa sobre ruedas con capacidad para seis personas, que se instaló durante todo el fin de semana en las inmediaciones del festival. Los asistentes al festival fueron invitados a acceder a ella para debatir con desconocidos y expresar sus opiniones sobre el conflicto en Oriente Próximo. El resultado se distribuirá en forma de podcast.
El creador de la iniciativa es el actor y presentador Shai Hoffmann, judío alemán de origen israelí, que ha conducido esos debates espontáneos junto al académico palestino Ahmad Dakhnous. “Es importante hablar de este conflicto en el contexto del festival, en un escenario grande, pero también lo es poder debatir en un formato más íntimo y tranquilo”, afirmaban ayer sus responsables junto a su hogar rodante. El suyo es un debate sin límites, con una sola excepción: “La libertad de expresión termina cuando se violan los derechos internacionales”.
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